En los pueblos, en los caseríos, en los solitarios ranchos que hilan su
humo azul en la tarde de los cerros, a todo lo ancho de la tierra venezolana, a
la hora en que la vida se aquieta, empiezan a andar en las imaginaciones Tío
conejo, Tío tigre, y otros animales parecidos a los hombres.
Lo cuentan los peones que regresan de la tarea, lo cuentan las mujeres
campesinas, y lo oyen los niños, descalzos, prietos, anhelantes.
Todo es sorprendentemente maravilloso y todo se parece a una esperanza.
Y pueden repetirlo mil veces, mil tardes, hasta que el cielo se llena de
estrellas, sin que les parezca que ya lo saben, que han llegado a saber
enteramente todo lo que allí se encierra.
Porque lo que allí se encierra se parece a algo que les pertenece tanto
como sus vidas.
Tío conejo es pequeño, es temeroso, siempre está como agitado de
angustia, con el hocico y el bigote trémulos, pero con los grandes ojos
avizores llenos de maliciosa inteligencia.
Y, naturalmente Tío conejo tiene un conuco. Un conuco no muy bueno. Como
cualquier otro. Un pañito de tierra que le han asignado en una ladera de la
hacienda. Unas cuantas matas de plátano, un poco de maíz y yuca y un copudo y
hondo cotoperiz debajo del cual se amparaba el ranchito.
Y una mañana, cuando el sol empezaba a calentar, Tío conejo en lugar de
limpiar la siembra y aporcar las matas, en vez de ir a coger una tarea en la
hacienda, en vez de irse a la pulpería del pie del monte a jugar bolas y tomar
su trago de aguardiente con amargo, se encaminó hacia el pueblo.
Algo tramaba, que se le veía en el inquieto brillo de los ojos.
Llegó a la puerta de la casa de Tío loro. Desde el zaguán oyó las
grandes voces con que dictaba la clase a sus discípulos.
-Un real…, un real… Real con erre… con erre…
Tío loro era maestro de escuela y poeta.
Al oír el llamado de Tío conejo, salió balanceándose sobre sus cortas
patas. La alborotada melena verde le cubría los ojos.
-Caro amigo… Caro amigo… -digo aleteando con entusiasmo.
Tío conejo, con maneras muy taimadas y aparentando que no mentía, le
dijo:
-Porque aquí vengo, Tío loro, con una gran necesidad. Mi hermano que
vive en el pueblo de Mas allá, me ha mandado un recado de que está muy enfermo
y me necesita. Y tengo que irme Tío loro y dejar todo. Tengo que dejar mi
conuquito. ¡Y tan bueno que está! Tío loro lo miraba con asombro y compasión:
-Pero esta mañana me dije: si tengo que irme le dejaré mi conuco a quién
lo pueda apreciar. Mi conuco vale como treinta pesos. Y yo se Tío loro que
usted ha compuesto unos versos muy bonitos en que dice: Mi felicidad: para el
campo, y no para la ciudad. ¿No es así? Ya ve que me acuerdo de lo bueno.
Tío loro movió airosamente su melena con orgullo, mientras oía: -Y yo le
dije, nada, mi conuco es para Tío Loro. Para él nada más y no por treinta, ni
por treinta, ni por veinte, sino por quince pesos. ¿Qué le parece? El poeta no
disimulaba el codicioso interés que se le iba despertando:
-Quién sabe. Quién sabe. No estaría mal. Por ayudar al bueno de Tío
conejo. Para que pueda ir a cuidar a su hermano. Quién sabe.
-Nada de quién sabe, Tío loro. Hay muchos que quieren comprarlo y si no
les digo que ya se lo vendía a usted tendré que vendérselo a ellos. Eso sí, yo
pongo una condición; me da el dinero por adelantado ahora mismo, y usted no irá
a recibir el conuco sino dentro de tres días que es cuando me voy y estará
lista la cosecha.
Tío loro accedió a todo. Sacó sus quince pesos relucientes y los fue
poniendo uno a uno en las peludas manos de Tío conejo.
Y mientras regresaba a su clase frotándose las verdes plumas, dijo:
-Dentro de tres días estoy allá, Tío conejo. Dentro de tres días.
Tío conejo salió a la calle, metió el dinero en el fondo de un zurró y
en lugar de ir a hacer comprar o de regresarse, se dirigió a la casa de Tía
gallina.
Era la posada del pueblo. Viajantes y arrieros entraban y salían por la
ancha puerta. Siempre había una mula atada al poste y un arreo de burros
cabizbajos. Y Tía gallina, acompañada de sus numerosos hijos, con muchas voces
y aspavientos, atendía a todos.
Siempre estaba caminando, hablando y riendo. En cuanto vio a Tío conejo
se le abalanzó aturdiéndolo a saludos y preguntas.
-¿Qué buen viento lo trae, Tío conejo? Cuánto gusto. ¿Se queda a
almorzar? ¿Va a pasar el día? ¿Quiere un cuarto? ¿Trajo bestia?
Cuando pudo Tío conejo le dijo:
-Vengo a tratarle de un negocito. De los que a usted le gustan. Tengo
que vender mi conuco. Quiero que usted me lo compre. Y bien barato. El
comprador que tengo no me conviene. Me ofrece veinticinco pesos. Pero es Tío
zorro.
Tía gallina salió de la impresión.
-¿Para qué quiere ese bicho, Dios me ampare, comprar un conuco? Para
algo malo. Tío conejo, no se lo venda por vida suya. No podríamos vivir
seguros.
Tío conejo asentía con la cabeza.
-Eso es lo mismo que yo digo. Tío zorro en mi conuco es un peligro.
-Un grandísimo peligro –dijo la gallina sacudiéndose.
-Por eso yo dije esta mañana: mi conuco es para Tía gallina, sí señor.
Ella lo necesita para su negocio. Buenas, yucas, buenos plátanos, buen maíz. Y
para que Tío zorro no lo tenga se lo venderé a ella por quince pesos, sí señor.
- ¿Quince pesos Tío conejo?
-Quince pesos. Pero eso sí, con la condición de que me pague ahora y no
vaya a recibir el conuco sino dentro de tres días, que es cuando estará la
cosecha.
La gallina pagó, esponjada de contento, y seguida de sus hijos dando
voces se alejó por el patio anunciando a todos:
-Compré un conuco. Compré un conuco.
Pero Tío conejo una vez recibido el dinero, tampoco regresó.
En sus ojos se había hecho más vico el brillo de la malicia.
Con paso resuelto se llegó a la casa del Tío zorro. Lo encontró en su
mesa de trabajo, con los anteojos puestos, escribiendo entre muchos libros. Tío
zorro era el picapleitos. Todo lo enredaba. De todo sacaba una tajada. Siempre
tenía la lengua descolgada asomada por entre sus colmillos largos.
Tío conejo asumió un aire compungido de aflicción.
-Ay Tío zorro, en qué embrollo tan grande estoy metido. ¡San Benito,
ampárame! Ay, Tío zorro, si usted no mete su mano estoy perdido.
-Cálmate, Tío conejo, y dime lo que te pasa.
-Ay Tío zorro. Imagínese. Yo tengo unas deuditas viejas con Tía gallina.
-¿Con Tía gallina? ¡Ujú! –dijo con una expresión feroz de odio.
-Yo le debo unos centavos. Pero usted sabe cómo vivimos los pobres. Que
si voy a pagar este mes, y no puedo. Que si voy a pagar el otro, y tampoco
puedo. Y con los intereses y todas esas vagabunderías, los centavitos se me han
vuelto treinta pesos. ¡Treinta pesos! Y ahora Tía gallina quiere quitarme mi
conuco por treinta pesos. Yo prefiero morirme antes que dárselo, Tío zorro.
Tío zorro se pasaba la mano por el agudo hocico, perplejo.
-Es complicado el caso. Muy complicado.
Tío conejo observaba sus reacciones con disimulo.
-Ay Tío zorro, yo no sé nada de esto, pero lo único que se me ha
ocurrido, aunque no seas sino para darme el gusto de hacerle el daño a Tía
gallina, es vender el conuco a usted. Tío zorro. Le ponemos al papel una fecha
anterior y por darme el gusto se lo vendo a usted hasta por quince pesos.
-No estaría mal. ¿Quince pesos? ¡Ujú!
-Eso sí. Como yo quiero irme para no verme mezclado en ese embrollo,
usted me va a pagar ahora mismo. Y vaya a recibir dentro de tres días. Cuando
Tía gallina se presente y lo vea no le quedarán ni ganas de volver.
Tío zorro le entregó el dinero, después de hacerle firmar la escritura
de venta y volvió a enfrascarse en aquellos papeles que estaba escribiendo.
Tío conejo salió. Ya el zurrón cargado de plata empezaba a pesar. Pero
todavía Tío conejo, tan menudito, tan rápido, no parecía dispuesto a regresar.
En la puerta de la comisaría estaba Tío Perro el Comisario.
-Ya te veo de dónde vienes -le dijo a guisa de saludo-. ¿Qué estabas
haciendo en casa de ese pícaro y tramposo de Tío Zorro? Anda derecho, Tío
Conejo, porque te va a caer la autoridad de filo.
Tío Conejo pareció asustado.
-Ay señor. Qué voy a estar haciendo. Si el pobre no tiene sino los ojos
para llorar. Imagínese, Tío Pero, que Tío Zorro valiéndose de todas sus marramuncias
y vivezas, me quiere obligar a que le venda mi conuco por quince pesos. Un
conuco tan bueno que vale más del doble. Y me dice que si no se lo vendo me va
a demandar y me va a hacer meter en la cárcel.
-¡Qué vagabundo! -gruñó Tío Perro con encono-. Algún día le voy a poner
la mano a ese rabo fino y no se le va a olvidar.
-Yo no sé qué hacer, Tío Perro. Yo estoy asustado. Usted ni se imagina
de lo que es capaz, Tío Zorro. Ay, por tener mi tranquilidad yo soy capaz de
dejarle mi conuco por los quince pesos.
-¿A ese vagabundo? ¡Eso No!
Tío Conejo alzó los ojos mansos:
-Si es verdad, Tío Perro. ¿Pero a quién más? ¿Quién se atrevería a comprármelo
ni por quince pesos sabiendo que va a tener a Tío Zorro encima?
Tío Perro conocía el conuco. Sabía que valía más.
-Quien sabe. Yo mismo te lo podría comprar. ¿No ves?
Tío conejo se mostró agradecido y asombrado. Expuso tímidamente la misma
condición que había exigido en las anteriores ocasiones y recibió el pago
anticipado.
Ya había vendido cuatro veces el conuco. Ya el peso del zurrón le
molestaba en el hombro. Pero Tío Conejo no parecía dispuesto a huir con el
producto de sus engaños, sino que con pasmosa seguridad se encaminó hacia la
casa más grande del pueblo. Gran portón, anchas ventanas. Muchas personas mal
encaradas y de aspecto agresivo parecían montar guardia en la puerta. Un olor
selvático flotaba a su alrededor.
En la casa del Tío Tigre. Todos le temían. Poseía grandes tierras,
grandes bosques. Todo el que tenía un negocio venía a brindarle parte. La
autoridad le temía y no se atrevía a enfrentársele.
-Vengo a saludar al jefe -dijo Tío Conejo a los que estaban en la
puerta.
-Espérese -le contestaron secamente.
Largo rato estuvo aguardando mientras entraban y salían visitantes. Por
último lo mandaron pasar.
Tío Tigre estaba en el corredor de la casa, sentado en un sillón,
rodeado de amigos y servidores. Las manchas negras se movían sobre su lustrosa
piel amarilla.
Miró de lado al recién llegado:
-Pájaro de mar por tierra. Se vende caro el amigo Tío Conejo. Nunca lo
vemos por esta casa.
Tío Conejo con mucha humildad y zalamería respondió:
-No vengo mucho, jefe, por no molestarlo. Siempre digo: mi jefe es un
hombre muy ocupado y un zoquete como yo no va sino a estorbarle. Viniendo vi
los campos. Están muy bonitos. Qué cosechón va a coger este año, Tío Tigre.
- Si señor -gruñó Tío Tigre paseando su fría mirada por todos los
presentes-. El que trabaja recoge. Yo soy un hombre de trabajo, Tío Conejo, y
eso es lo que me gusta. Contra mi gusto me he tenido que meter en guerras y en
poner orden por culpa de los vagabundos.
Estiró las poderosas zarpas y aulló con satisfacción.
-¿Y que lo trae hoy, mi amigo?
-Pues pedirle un favor, Tío Tigre. Los pobres nunca traemos nada, sino
molestias y peticiones. Mi hermano, usted lo conoce, el que vive en el pueblo
de Mas allá, le ha nacido un muchacho, y me mandó a decir: Hermano, como yo sé
que usted quiere tanto como yo a nuestro jefe y no ha tenido hijo que darle,
dígale que yo quiero que me apadrine el tripón. Yo quiero ser su compadre y
tener su protección. Y yo le dije: ya me voy para casa de Tío Tigre, porque si
yo no he tenido hijos para poder ser su compadre, que lo sea por lo menos de mi
hermano, y me vine para acá corriendo a decírselo.
Tío Tigre parecía complacido:
-Cómo no dile a tu hermanito que yo seré el padrino. Y que me salude a
su comadre. Y que me avise el día.
Tío Conejo parecía a punto de llorar de la emoción:
Qué alegría tan grande va a ser ésta para toda la familia. Mi hermanito
va a ser compadre de Tío Tigre. Mi sobrinito ahijado de Tío Tigre. Ay, Tío
Tigre, qué bueno es usted. Por algo es el jefe. Yo nunca me he equivocado con
usted. Y ahora viene la segunda parte. Mi hermano y yo y toda la familia somos
muy podres. No tenemos para un bautizo tan rumboso como tiene que ser ése. Yo
le dije a mi hermano que no se afligiera que yo lo iba a ayudar. Y esta mañana
me vine para el pueblo a ver si podía vender mi conuco. Usted lo conoce, Tío
Tigre. El que queda en la vertiente de su hacienda grande. Yo lo que necesitaba
eran quince pesos, y el conuco vale como treinta. Y empezaron a salirme
compradores. Que si Tío Loro, que si Tío Perro.
-¿Tío perro? -gruñó Tío Tigre.
-Sí señor. Pero yo me puse a pensar. Ese conuco linda con las tierras de
mi jefe.
-Es verdad.
-Y allí no debe estar sino un amigo suyo, que se preocupe por él y lo
cuide como yo. Un vagabundo metido allí puede echarle muchas bromas.
Tío Tigre arrugaba el gesto.
-Eso es verdad, Tío Conejo.
El otro proseguía:
- Y entonces pensé: lo mejor es que yo no venda ese conuco. Por quince
pesos yo no puedo echarle esa broma a mi jefe y amigo Tío Tigre. Tampoco le
puedo ir a vender esa insignificancia a él que tiene tantas y tan buenas tierras.
Y me dije: lo mejor es que yo vaya a casa de Tío Tigre. Le diga la comisión de
mi hermano. Le regale mi conuco, para que no vaya a caer en manos de ningún
vagabundo, y le pida que me dé una ayudita para el bautizo de su ahijado. Eso
es lo mejor. Y aquí vine a decírselo.
Tío Tigre sonreía, los filudos colmillos relampagueaban.
- Muy bueno, Tío Conejo. Es son los amigos. Así me gusta. ¿Cómo no voy a
ayudar? Ahora mismo que le entreguen los quince pesos.
El mochuelo que era el administrador de Tío Tigre, salió corriendo a
buscar el dinero. Todos los presentes congratulaban a Tío Conejo por su gran
gesto.
Cuando hubo recibido el dinero, añadió:
-Todavía me falta pedirle otro favor, mi jefe.
-Vamos a ver.
-Qué dentro de tres días, que es cuando estará la cosecha, vaya usted
mismo en persona a recibir mi conuquito. Es será la satisfacción más grande de
mi vida.
-Si así lo haré. Cómo no. Espéreme allá. Tío Conejo, que allá iré.
Tío Conejo se apresuró a despedirse con nuevas muestras de gratitud y
amistad.
Cuando se encontró en la calle, en lugar de mostrar preocupación por
todo aquel embrollo en que se había envuelto, iba alegre y confiado. En lugar
de tomar el camino para huir del pueblo con su zurrón cargado de plata, se
dirigió tranquilamente a su rancho.
De paso tocó en la ventana de Tío Loro y le dijo a voces:
-No se olvide, Tío Loro. Dentro de tres días en el conuco. Váyase
tempranito en la mañana.
Cuando llegó a su conuco tampoco hizo preparativos de fuga. Preparó su
comida como siempre. Hizo un hueco al pie del cotoperiz y enterró su dinero. Y
por la tarde se entretuvo en desyerbar el conuco.
Así pasaron los dìas. Aqui sigue la historia El tercero, muy de mañana,
se presentó Tío Loro. Su silueta verde se mecía al aproximarse.
-Buenos días, Tío Loro. Ya todo está listo para entregarle el conuco.
Pero quiero pedirle un favor. Algunas gentes que no me gustan mucho me han
dicho que van a venir hoy y para que no me cojan de sorpresa, ni lo vayan a
encontrar a usted aquí, sería muy bueno que usted se escondiera en una rama
alta del cotoperiz y me diera aviso de cualquiera que venga por el camino.
No sin cierta oposición, tío Loro terminó por resignarse a complacer a Tío
Conejo y se subió al cotoperiz, donde su color pareció disolverse entre el
ramaje.
No tardó mucho en oírse su voz:
-Ahí viene Tía Gallina.
Tía Gallina llegó muy sofocada y con mucho alboroto.
-Se me hizo muy tarde. Venía volando. Ya creía que no llegaba. Esta mesa
es mía. Y esta silla también. Y esta piedra de moler.
Y así iba y venía enumerando todas las cosas que había en el rancho,
hasta que sonó el grito del Tío Loro:
-Ahí va llegando Tío Zorro.
Tía Gallina se demudó:
-¿Qué es esto, Tío Conejo? Santo Dios, Sálvame. Si el zorro me encuentra
aquí me mata. ¿Dónde me meto? ¿Dónde me escondo?
-Métase en la cesta que está en la cocina.
Apenas Tía Gallina había desaparecido en la cesta cuando entró Tío
Zorro.
Traía un aire displicente.
-He hecho un mal negocio, Tío Conejo. Esto es un rastrojo. Si no me
devuelves la mitad del precio te voy a demandar. Esto es una estafa. Pero Tío
Conejo, sin dejarlo proseguir, le hacía señas con la mano hacia la cocina. Y acercándosele
al oído, le dijo:
-Pase. Allí en la cesta está escondida Tía Gallina. Aproveche.
Los ojos del zorro relampaguearon. De un salto alcanzó la cesta. Apenas
se oyó el chillido de la gallina y luego un ruido de huesos rotos.
-Va llegando Tío Perro -gritó la voz del loro.
El zorro sacó de la cesta la cabeza llena de plumas y de sangre.
-¡Tío Perro! ¡Tío Perro! ¿Dónde me meto yo, Tío Conejo, para que no me
encuentre?
-Quédese allí mismo calladito, que yo lo despacho ligero.
Tío Conejo recibió a Tío Perro con grandes saludos.
-Ya creía que no iba a venir. Venga para que reciba lo suyo. Mire qué
buena compra ha hecho.
El zorro, encogido en la cesta, oía las voces, pero no pudo oír cuando Tío
Conejo le dijo al oído al visitante;
-Le tengo el conuco y algo mejor. Allí en esa cesta te tengo encerrado
como un zoquete a su enemigo el Zorro.
-Cómo va a ser -dijo Tío Perro irguiendo la cabeza-. Se acercó
taimadamente y en lo que el zorro iba a percatarse lo cogió por el cuello con
los dientes y le dio unas tremendas sacudidas que casi le arrancaron la cabeza.
El perro seguía triturando la cabeza del zorro muerto, cuando volvió la voz del
loro.
-Ahí está Tío Tigre.
Tío Perro soltó el cadáver y se fue a encarar a Tío Conejo:
-¿Qué es esto? ¿Qué traición es ésta?
Pero Tío Conejo con mucha frialdad le dijo:
-Apúrese si quiere salvar el pellejo. Métase debajo de la cocina.
Tío Tigre entró gruñendo:
-Eso ¿qué es? -dijo señalando las plumas blancas esparcidas por el
suelo.
Tío Conejo dijo fingiendo estar compungido:
-Tía Gallina, la pobre. La mató aquel.
Tío tigre vio el cadáver del zorro.
-Y ¿eso qué es?
Tío Perro, que temblaba de miedo en su escondite, no se atrevió a
esperar la respuesta de Tío Conejo. Con toda la fuerza que pudo salió disparado
hacia afuera.
Pero Tío Tigre pudo verlo a tiempo y de un salto lo alcanzó al pie del
cotoperiz, y de un zarpazo lo derribó y de otro le abrió en canal la barriga.
Tío Conejo se había asomado a la puerta del rancho. Cuando Tío Tigre terminó
de descuartizar al Tío Perro y se quedó un momento como en reposo, Tío Conejo empezó
a hablarle con una impresionante serenidad:
-Esto ha salido mal, Tío Tigre. Muy malo.
-Malo ¿por qué? -gruñó la fiera molesta.
-Porque todos van a decir que Tío Tigre, el gran Tío Tigre, mató en una
trampa a Tía Gallina, Tío Zorro y Tío Perro por un conuco de quince pesos. Por
quince pesos.
Tío Tigre se irguió soberbio y amenazante.
-¿Y quién es el atrevido que lo va a decir?
-Muchos lo dirán. Todos tus enemigos. Y perderás tu prestigio de jefe, Tío
Tigre. Lo mejor es que te vayas calladito para tu casa y no digas nada de lo
que aquí ha pasado, que yo tampoco lo diré.
Pero Tío Tigre se acercaba con una expresión feroz:
-Y si te mato a ti ahora, ¿quién lo va a decir, Tío Conejo?
Tío conejo, por toda respuesta, levantó la pata y señaló hacia la copa
del cotoperiz:
-Aquél.
Tío Tigre alzó la cabeza y vio al loro escondido en la rama. Sin poder
contener la furia, se abalanzó rugiendo espantosamente hacia el árbol. El Loro voló
alborotado con sus gritos al aire.
El tigre le perseguía desde tierra.
Tío Conejo los sintió alejarse y perderse. Todo iba quedando tranquilo.
Con mucha paciencia se puso a cavar una fosa. Enterró los animales. Limpió y ordenó
el rancho. Y por último, vino a sentarse perezosamente a la sombra del
cotoperiz, se estiró, se encogió y se quedó dormido como un bendito.
Pero desde entonces, hasta el fondo de la selva, el loro vuela asustado
cuando siente el tigre, y el tigre aúlla con impotente furia cuando divisa el
loro.
AUTOR: Arturo Uslar-Pietri (1905-2001)
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