“Usted, director(...), usted maestro(...), usted maestra(...), usted profesor(...), tiene que estar pendiente de la integralidad de la formación de sus alumnos, que son como hijos, como hijos todos por igual, sean blancos, negros, ricos, pobres, lo que sean, son los hijos de la patria, hijos de todos nosotros”.
Hugo Chávez, discurso con motivo de los primeros cien días de gobierno, Palacio de Miraflores, Caracas, 13/5/1999.

Tío Tigre y Tío Conejo

Tío Conejo escuchó entre la selva las torpes notas de un desmañado silbido y, de un salto, corrió a esconderse bajo la protección que le ofrecía el fresco e intrincado ramaje de un helecho silvestre.

Allí, inquieto y silencioso, en muda indagación, movió repetidamente las orejas. ¿Quién podría silbar así, entre la floresta?

Las notas del silbido se apagaron y, más cercano, se oyó, en seguida, el áspero canto de una voz bronca y gangosa; era el mismo silbador que, ahora, cantaba.

Tío Conejo permaneció inmóvil: alzadas las orejas, muy abiertos los ojos, latiéndole fuertemente el corazón. Finalmente, a muy cortos pasos de él, allí, ante su asombro, se abrió un matorral espeso, del que surgió Tío Tigre.

Y cosa extraña la fiera traía muy risueña cara de complacencia y una gran mochila de cocuiza, vacía y doblada, bajo el brazo. Pasó, casi rozando el escondite de Tío Conejo, y luego siguió, cerro abajo, por entre los breñales; siempre gangueando su desagradable canción.

Tío Conejo, lleno de curiosidad, corrió a asomarse al borde del barranco.

"¿Por qué estará tan contento Tío Tigre?" -se dijo- "¡Uhm! ¡Algo muy malo deberá estar pensando! ... ¡Voy a seguirlo, a ver!"

Y el simpático v vivaracho roedor se fue, también, pendiente abajo, haciendo brincar la blanca mota de su cola, al correr, veloz, por el camino de las huellas que dejara Tío Tigre.

Tío Rabipelao, después de beber agua allá abajo, en el pocito fresco de la quebrada, subía, poco a poco y cuesta arriba, cuando de manos a boca, se encontró con Tío Mapurite, y como éste, amenazante levantara la cola, dispuesto a la defensa, ante el horror de aquel peligro, el rabipelao se llenó de espanto y saludó, lisonjero:

-¡Señor don Mapuríflor, flor de las flores, olor de los olores!

-¿Cómo está esa bella persona?

El Mapurite sonrió, complacido, y después de contestar el saludo, cortésmente, agregó:

-Pase, pase usted, don Ramón Pila, y que le vaya muy bien-. Y se apartó a un lado.

-Chí-, dijo el marsupial, y siguió su camino.

A poco, ante Tío Rabipelao desembocó de pronto Tío Tigre.

-¡Señor don Tigre, Tigrón! -lo saludó, haciendo una profunda reverencia- ¡Sabio, como él solo y mil veces más valiente que Tío León!

-¡Ja, Ja, Ja! -rió Tío Tigre- Este Ramón Pilá, siempre con sus cosas... ¡Ah, Ramón Pilá, me vas a hacer un servicio!

-Como no, Tío Tigre; lo que usted mande.

-Bueno. Mira; allá detrás de la casa, dejé unas verduras para un sancocho; "vémelas" pelando, que yo subo dentro de un ratico con la carne.

-Chí- dijo el rabipelao. Y echó a andar apresuradamente.

Tío Tigre se quedó mirándolo, y agregó, en tono amenazador:

-Pero, ten cuidado con desordenarme nada de lo que allí tengo, porque, si no .. ¡Ya sabes!...

Un corto trecho más arriba. Tío Rabipelao por poco se tropieza con Tío Conejo, que venía bajando. Ambos dieron un salto, asustados.

-¡Época!. .. ¡Gua; pero si es Tío Ramón Pilá! gritó, riendo, Tío Conejo.

Y Tío Rabipelao, que consideraba un animalillo demasiado inofensivo a Tío Conejo, quiso alardear ante él y exclamó, mostrándose agraviado:

-¡Herria! ¡Me tuvieron chiquito porque grande no pudieron!- Y se hizo a un lado, molesto.

-¡Gua, gua, gua!- murmuró Tío Conejo, entre sorprendido y burlón.

-¡Apártese, compañero, no ve que ando apurado! ¡Voy en una comisión de mi amigo Tío Tigre! ¡Herria!.

Y, engreído, el animalejo siguió su camino y desapareció, cerro arriba, entre los yerbajos.

A fin de recuperar el tiempo allí perdido con Tío Rabipelao. Tío Conejo echó a correr para alcanzar a Tío Tigre.

Llegó al borde de la barranca de la quebrada y, en ese momento, vio que la fiera comenzaba a entrar en la playa del arroyuelo.

Tío Tigre avanzó unos pasos y se detuvo ante un morrocoy que, vuelto de espaldas sobre la arena, movía las patas, angustiado, en un inútil y desesperado esfuerzo
por enderezarse.

-¡Vagabundo, veo que no has podido moverte del sitio en que te dejé! ¡Está muy bueno! Ahora si te podré llevar; para eso traigo esta mochila.

Y, terminando de hablar, la fiera metió el morrocoy en el saco, se lo echó al hombro y
emprendió el camino de regreso. Mientras subía la cuesta, siguió hablando, burlón:

-¡Hasta hoy duraste, Tío Morrocoy! Allá te espera, en la casa, una buena mano de pilón, y después, la olla del sancocho. ¡Ya verás!

Tío Conejo se llenó de indignación. ¡Qué ese bandido de Mano de Plomo fuera a hacer eso con su buen amigo Tío Morrocoy!... ¡No: él no lo permitiría!. .. Pensó un rato y luego echó a correr cerro arriba, también. Llegaría mucho antes que Tío Tigre, quién tenía que ir muy lentamente, por el peso de la carga que llevaba.

Entre el monte, apenas unos cuantos pasos antes de desembocar en el patio de la casa de la fiera, Tío Conejo se detuvo; había escuchado algo así como un llanto.

-¡Hi, hi, hi!- volvió a oírse. Era un gemido desconsolador; aquello parecía la voz de Tío Rabipelao.

¿Quién está allí? -preguntó Tío Conejo- ¿Cómo que es Tío Ramón Pilá?

-Chí- respondió la vocecita.

Tío Conejo buscó y encontró una trampa, en la que estaba metido el rabipelao.

-¡Ah carrizo, Ramón Pilá! ¡Caíste en esa trampa!

-Chí.

-¿Y tú quieres que yo te saque?

-Chí.

-Bueno, pues, vamos a hacerla.

Y Tío Conejo puso en libertad al prisionero.

En eso Tío Tigre desembocó frente a la casa y empezó a llamar, a gritos, al rabipelao. El cual, allí junto a Tío Conejo, se dio a llorar amargamente.

-¡Ahora Tío Tigre me va a comer -dijo- porque le tumbé una de sus trampas! ¡Sálveme, Tío Conejo!

Tío Tigre puso el saco, con el morrocoy dentro, en el suelo, y siguió dando gritos:

-¡Ah, Ramón Pilá! ... ¡Ramón Pilá. .. ¿Qué se habrá hecho ese condenado?

Al ver el saco en tierra, a Tío Conejo se le ocurrió una idea, y dijo al rabipelao:

-Bueno. Yo te salvaré; pero eso sí, tienes que hacer lo que te diga.

-Chí.

-Sal, entonces, y haz que Tío Tigre entre en la casa, para que yo pueda sacar del saco, y traerme a Tío Morrocoy.

Sin esperar más, Tío Rabipelao salió del monte y avanzó hasta Tío Tigre.

-¡Tío Tigrito, Tío Tigrito -le dijo;- unos ladrones se están robando las verduras!.

La fiera iba a insultar al rabipelao, pero al oír aquello, salió en carrera y desapareció detrás de la casa.

Tío Conejo indicó a Ramón Pilá un gran avispero gris que se balanceaba en la rama de un árbol. -¡Sube, rápido, allá arriba y tráeme aquel matajey!

-¿Y si me pican las avispas?

-¡Sube, hombre! ¡Tapas bien la boca del avispero con un puñado de hojas! ¡Anda, ligero!...

En un momento el rabipelao trepó hasta lo alto y regresó con el avispero ella mano. Lo entregó a Tío Conejo y éste lo tomó con cuidado, y corrió a ponerlo dentro del saco, en lugar de Tío Morrocoy.

Al cabo de unos momentos, los tres: Tío Conejo, Tío Morrocoy y Tío Rabipelao, aguardaban escondidos en el borde de la selva, mirando hacia la vivienda de Tío Tigre, quien, al fin, regresó de atrás de la casa e, indignado, llamó al rabipelao.

-¡Vagabundo! -rugió- ¿Dónde se metería? ¡Me ha engañado! Nadie se estaba robando mis verduras. ¡Déjelo quieto, cuando lo encuentre, él va a saber lo que es bueno!

En seguida cogió el saco con el avispero dentro y se lo llevó al interior de la casa. Ya tenía el agua hirviendo, y echó las verduras y los aliños entre la olla. Buscó la mano de pilón que, admirablemente, serviría de cachiporra, y con ella golpeó salvajemente el saco, hasta deshacer el avispero que contenía.

-Qué blandito era ese Tío Morrocoy -murmuró-. Mejor; así el sancocho estará más pronto.

Se acercó al fogón y vació el saco junto a sus propios pies. Inmediatamente las avispas, embravecidas, lo rodearon en una espesa nube, y comenzaron a clavarle sus terribles aguijones.

Lanzando espantosos alaridos de dolor, la fiera corrió afuera, se revolcó en el patio, desesperadamente, y luego huyó bosque adentro, despavorida.

Tío Conejo, Tío Morrocoy y Ramón Pilá, a todas estas, reventaban de risa, allí, en la orilla de la selva.


¡Y colorín colora'o este cuento se ha termina'o!

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